El ideal democrático es contagioso. La urgente necesidad de un Estado de Derecho en los países árabes apareció primero en Túnez para extenderse progresivamente por Egipto, Jordania y los países que todavía están por venir. Muchos occidentales observan fascinados cómo la sociedad de las mujeres del velo también tiene ideas y quiere ser libre, o al menos, tener la ilusión de que lo es -dependiendo de lo que cada uno entienda por democracia-. El por qué de estas repentinas aunque bien merecidas ansias de libertad ya es otro tema. Un tema cuyo interés subyacente es siempre económico, y cuyos protagonistas no se limitan a un puñado de estudiantes indignados con el gobierno de su país o a hogares que no llegan a fin de mes.
Los protagonistas de este momento histórico, que dentro de poco vendrá medio resumido en dos tristes páginas de un libro de historia, son mucho más complicados y difusos que unos pobres ciudadanos. Supongo que la respuesta a todo este maremágnum de revoluciones la tendrá algún servicio secreto, o vayan ustedes a saber. El caso es que los individuos que están operando a su antojo bajo el subterfugio de la “libertad” en boca de otros, así como sus relaciones de interés, saben perfectamente por qué lo hacen y a dónde quieren llegar. Veremos cómo salimos parados de ésta. Porque en este Gran Teatro de la Vida, el dinero no entiende de religiones ni de naciones. Los trocitos de papel verde, al igual que los que se encargan de guardarlos bajo el colchón de su cama en grandes cantidades, son mucho más crueles y despiadados que todo eso. Por Sara Molina
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